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Miguel Ángel Ballesteros

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01 Febrero: El Espacio entre Estímulo y Respuesta

01 Febrero: El Espacio entre Estímulo y Respuesta

“Entre el estímulo y la respuesta hay un espacio. En ese espacio está nuestro poder de elegir nuestra respuesta. En nuestra respuesta yace nuestro crecimiento y nuestra libertad.”Viktor Frankl, El Hombre en Busca de Sentido

Fuente/Tradición: Logoterapia / Existencialismo

La Historia: El Manuscrito en el Bolsillo

Viena, otoño de 1942. El aire ya traía el presagio del invierno y de la muerte. Viktor Frankl, un psiquiatra judío que había dedicado su vida a entender la mente humana, caminaba hacia la estación de tren rodeado de soldados de las SS. No iba solo; su esposa Tilly, embarazada, y sus ancianos padres caminaban junto a él. El destino: el gueto de Theresienstadt, la antesala del infierno.

Al llegar, y posteriormente al ser trasladado a Auschwitz, el mundo de Frankl se desmoronó con una brutalidad mecánica. Los guardias, con sus uniformes impecables y sus ladridos guturales, les despojaron de todo lo que los definía como seres humanos. Les quitaron sus ropas civiles, sus alianzas de boda, sus relojes, su cabello. Frankl dejó de ser el “Doctor Frankl” para convertirse en el número 119.104, tatuado en su antebrazo con tinta azul sucia.

Pero para él, hubo una pérdida que dolió más que la desnudez o el hambre. Oculto en el forro de su viejo abrigo, Frankl había cosido con cuidado el manuscrito de su vida. Eran años de investigación, su teoría sobre la logoterapia, su legado intelectual. Era la prueba de que su mente había existido, de que había pensado, creado y soñado.

Cuando un guardia de las SS le ordenó desvestirse y arrojar el abrigo a un montón de trapos infectados, Frankl intentó suplicar. “Por favor, señor, este manuscrito es mi vida…”. El guardia ni siquiera lo miró a los ojos. Con un gesto de desprecio, lo empujó hacia la fila de los “aptos para el trabajo”, condenando el abrigo —y el manuscrito— al fuego.

En ese instante, Frankl se quedó literalmente sin nada. Desnudo, rapado, helado, separado de su familia y despojado de su obra. Estaba en un lugar donde la vida valía menos que una colilla de cigarrillo. Los guardias tenían un control absoluto sobre su existencia física. Podían decidir si comía una sopa aguada o si moría de inanición. Podían decidir si dormía en un catre infestado de piojos o de pie en el barro. Podían golpearlo, insultarlo o enviarlo a las cámaras de gas con un simple movimiento de dedo.

Sin embargo, en medio de esa oscuridad absoluta, mientras marchaba sobre la nieve con zapatos rotos que le llagaban los pies, Frankl hizo un descubrimiento que cambiaría la psicología moderna. Se dio cuenta de que, aunque los nazis controlaban cada milímetro de su entorno y cada segundo de su cuerpo, había un territorio que no podían conquistar.

No podían entrar en su mente.

Podían obligarlo a cavar zanjas en el hielo, pero no podían obligarlo a odiarlos. Podían insultarlo y escupirle, pero él conservaba la capacidad de elegir cómo procesar ese insulto. Podía aceptarlo y sentirse una basura, o podía observarlo con la distancia clínica de un médico, viendo al guardia no como un superior, sino como un hombre enfermo y sádico digno de lástima.

Frankl llamó a esto “la última libertad humana”. La capacidad inalienable de elegir tu actitud ante cualquier circunstancia, por terrible que sea.

Para sobrevivir, Frankl empezó a practicar esta libertad cada día. Mientras su cuerpo sufría torturas indecibles, su mente viajaba. Se imaginaba a sí mismo en el futuro, de pie en un atril en una sala de conferencias cálida, bien iluminada y llena de estudiantes atentos. Se veía a sí mismo explicando, con voz tranquila y firme, la psicología de los campos de concentración. Transformó su sufrimiento presente en material de estudio futuro. Creó una distancia, un “espacio sagrado”, entre el estímulo (el látigo, el hambre, el frío) y su respuesta (la desesperación o la dignidad).

En ese espacio, Frankl era libre. Más libre que sus propios captores.

La Lección:

La mayoría de nosotros, afortunadamente, nunca pisaremos un campo de concentración. Pero vivimos en prisiones más sutiles. Vivimos en modo “piloto automático”, convertidos en máquinas de reacción biológica.

El esquema es simple y tiránico: Estímulo -> Respuesta.

  • Alguien te corta el paso en el tráfico (Estímulo) -> Te enfureces y gritas (Respuesta).
  • Tu jefe te manda un email crítico (Estímulo) -> Te llenas de ansiedad y miedo (Respuesta).
  • Suena la notificación del móvil (Estímulo) -> Lo miras compulsivamente (Respuesta).
  • Ves una comida azucarada (Estímulo) -> Te la comes (Respuesta).

En este esquema no hay libertad. Eres un esclavo de lo que ocurre fuera de tu piel. Si el mundo es amable, tú eres amable. Si el mundo es hostil, tú eres hostil. Tu paz interior es una hoja al viento, dependiente del clima, del tráfico, de la economía y del humor de tu pareja. Has externalizado tu centro de mando.

El autocontrol, la verdadera maestría del guerrero, comienza cuando insertas una cuña en ese mecanismo. Cuando rompes la cadena. Cuando creas un Espacio Sagrado entre el estímulo y la respuesta.

En ese espacio, que puede durar solo un segundo, recuperas tu soberanía. Es el momento en que respiras y dices: “Me han insultado. ¿Elijo ofenderme? No. Elijo ignorarlo”. “Tengo hambre y estoy estresado. ¿Elijo comer basura? No. Elijo nutrirme”. “Tengo miedo. ¿Elijo paralizarme? No. Elijo actuar con coraje”.

Ese segundo de pausa es donde vive tu libertad. Sin pausa, eres un animal guiado por instintos o un robot programado por hábitos. Con pausa, eres un ser humano libre, capaz de diseñar tu propia vida.

Reflexión Final:

  1. Tus Botones: Identifica qué estímulo externo te hace saltar automáticamente sin pensar. ¿Es una crítica de tu pareja? ¿El llanto de tu hijo? ¿Una notificación de redes sociales? ¿El tono de voz de un compañero?
  2. La Pausa: ¿Eres capaz de sentir la emoción (ira, deseo, miedo) sin actuar sobre ella inmediatamente? ¿Puedes sentir el fuego sin quemarte?
  3. La Práctica de Hoy: Practica la “Pausa de 3 Segundos”. Hoy, establece una regla inquebrantable: antes de responder a cualquier pregunta difícil, antes de llevarte cualquier alimento a la boca y antes de mirar el móvil cuando suene, cuenta mentalmente hasta tres. “Uno, dos, tres”. Respira. Y solo entonces, elige tu respuesta. Rompe el automatismo. Recupera tu mando.